jueves, 11 de octubre de 2007

Igualito a la Victoria de Samotracia

La ola de calor llegó a fines de marzo junto con el otoño, y nos tenía enfermos a todos: treinta y dos grados, siete décimos, a las once de la noche, aquí al pie del cerro, era como para enloquecer a más de uno. Y no te digo nada de lo que ocurría en el centro porque ahí la cosa estaba mucho más espesa, con insolados, deshidratados y otras hierbas de las que mejor no hablo porque empieza a invadirme la sofocación. Pero aquí arriba no estábamos mejor: cinco grados menos, es verdad, pero la balanza se nivelaba con el peso de los mosquitos: caían como piedras encima de uno, a hacerle, directamente, una transfusión, sin que valieran repelentes, espirales ni insecticidas. Yo era, virtualmente, una piltrafa: una bolsa de papas desparramada en la cama, con la presión arterial en el suelo, con un estado de ánimo en el mismo sitio, haciéndole compañía; distante a kilómetros del sueño y en lucha desigual con la sofocación, con el calor, en fin.
"Tras que éramos pocos, parió la abuela", me dije con furia cuando vi el resplandor en la galería de adelante. No hay nada que me fastidie más, que me desvele más que la luz. Con seguridad venía de la casa del lado; teóricamente así tenía que ser, pero esa casa estaba desalquilada hacía mucho tiempo. Tampoco se oía ningún ruido; a lo mejor se trataba de alguna pareja que había pagado el alquiler por horas; como el ruso Popoff es un delincuente y se las sabe todas, era capaz de eso y mucho más; ya lo había hecho muchas veces. Pero yo no había oído detenerse ningún auto, de manera que me levanté, con esfuerzo, descalzo y casi en cueros fui a mirar por la ventana pero sólo vi el resplandor amarillo -algo más intenso- procedente de la derecha. Y pensándolo mejor, al ruso le habían retirado el medidor por razones obvias hacía como dos meses así que estaba sin luz. Podía ser un farol, claro, pero ¿de quién?, ¿por qué?, y si abría, la doble cerradura iba a hacer un ruido de la gran siete. ¡Y bueno! Al fin de cuentas qué me importaba: yo estaba en mi casa y era dueño de salir a la galería a la hora que me diese la gana. Salí. La luz no provenía de la casa vecina. Estaba allí, en mi casa, a unos siete metros de mi nariz, en el extremo de mi propia galería, entre el ciprés y el pilar, pegada a la cerca de alambre que oficia de medianera. No veía su origen. No alcanzaba ni a explicármelo. En ese instante pensé mil cosas; mil fragmentos de ideas me pasaron por la mente sin acabar de concretarse cuando ya eran desechados por imposibles: podía proceder de un platillo volador... ¡pero! ¿de qué plato volador me estás hablando, estúpido? El cementerio no estaba lejos y en una de esas... ¡Avisá, che, por favor!... ¿Un ectoplasma? ¡Ja, ja! Sí, claro que parecía un ectoplasma. ¿Y cuándo viste un ectoplasma, para estar tan seguro? Un día de estos te encierran si empezás con esas teorías. En realidad no tenía forma. Bueno... sí y no. No tenía forma definida. No tenía cuerpo, mejor dicho, porque forma sí, era como una escultura difusa, sin rasgos claros, algo así como el negativo movido de la Victoria de Samotracia, ¡eso es! Tenía cierto aire a la Victoria, pero sin corporeidad, pura luz. A lo mejor se trataba del reflejo de un faro, subiría al techo para verificarlo. La cosa, bueno la luz se desplazó lentamente: al parecer estaba vigilando mis movimientos y ahora, según yo lo intuía, debía de encontrarse de perfil. ¿Estaría mirándome? (Recién me entero de que el reflejo de un camión estacionado a cincuenta, o a cien metros tiene mirada. ¡Pero qué cosa!). Y bueno, pero ¿dónde está ese camión que no lo veo? No había ninguna luz alrededor, salvo los faroles mortecinos de la calle. El calor, la insolación, la fiebre, provocan alucinaciones. Mejor me pondría el termómetro. Aquello se desplazó otra vez y tuve la impresión -la sospecha- de que estaba divirtiéndose a mis expensas. ¿Habría una figura humana debajo de esa luz? ¡Pero qué iba a haber! Saltaba a la vista que no: todo era transparente, una acumulación de puntos luminosos y nada más. En ese momento chilló, chistó con estridencia la lechuza sobre mi cabeza. ¡Bah!, la lechuza chistaba toditas las noches, por algo tenía un nido en el baldío de atrás. ¿Sería un alma en pena? Dicen que se presentan como formas vagas y luminosas; al menos, así lo aseguraba mi abuela y no era ninguna tarada (¡alma en pena! ¡Se precisa ser...!) Y bueno, estaba ahí. Sin embargo yo no sentía miedo, al contrario, me invadía una sensación extraña, como de laissez faire (el calor, tal vez), como de abarcar el mundo con mis brazos, de no desear ya nada, como cuando contemplaba en el Louvre la Victoria de Samotracia, allá en su altura, bella, exclusiva, dominante; o como cuando entré por primera vez en la humildísima capillita de un pueblo de montaña cerca de La Quiaca; o como cuando, en estado de crisis mística, asistía a misa en el oratorio de mi abuela, allá en la estancia, en mis lejanos catorce años. ¿Iría a quedarse allí toda la noche? ¿Tendría que quedarme yo también inmóvil en espera de que aquella "cosa" tomara una iniciativa? -¡Oiga! Diga -comencé a decirle pero ahí nomás me hizo cerrar la boca el sentido del ridículo y no pasé de esas palabras.
Me senté en el sillón, no a esperar, a gozar de esa luz que, de alguna manera, me chorreaba por dentro. Un poco más y terminaba por invadirme el sopor, me adormecía y me despertaba después en México o en Marte. Estos visitantes del espacio y sus procedimientos subliminales... Pero quién te dijo... Felizmente empezó a correr un poco de aire fresco y los mosquitos desaparecieron como por ensalmo.
Me despertaron los timbrazos del jardinero, a las siete de la mañana. Sentía la musculatura del cuello dolorida, rígida, y una sensación de hormigueo en todo el cuerpo. Entumecido, esa era la palabra. Entumido, decía mi abuela en esos casos. De la luz, ni rastros. ¡Claro! Pleno día: aunque hubiera estado ahí, a mi lado en el sillón, qué iba a verla. Dicen, lo he leído por ahí, que los extraterrestres traen sus hembras y hacen cruza con nosotros, los terráqueos, para lograr una raza que se adapte a este planeta. La racionalización empezó a subir como la marea en mi cabeza, pero, siempre había un pero de por medio.
Almorcé temprano y frugalmente. Tal vez una buena siesta, la oscuridad, el silencio de mi habitación lograran sedarme. Me duché (no hay que bañarse a deshora porque se hace el cuajo, decía mi abuela, y tal vez tenía razón) y me tendí, otra vez, con la sensación de estar convertido en una bolsa de papas. Empezaba a dormitar cuando alguien me llamó. Estoy seguro, segurísimo. No percibí ninguna voz, es cierto, pero percibí el llamado. Me incorporé: ahí estaba la luz, instalada en mi propio cuarto, aunque ahora mucho más difusa. Me tapé la cabeza con la almohada. Me levanté, encendí la luz; volví a acostarme; me levanté, intenté tocar aquello (atrapar el aire con las manos), abrí la ventana y vi que había entrado el jardinero. Lo llamé:
-Digamé, don Andrés ¿qué ve aquí dentro?
-La verdad, señor, no veo nada, está todo oscuro. A lo mejor si prende la luz.
Después de este episodio la cosa aquella se adueñó de mi casa: andaba como flotando. ¡Claro, impunemente! Se convirtió en una obsesión; después en una compañía. Hasta me acostumbré a hablarle ¡por supuesto, como si hablara conmigo, o con mi sombra! Pero no, no era igual, porque tenía la sensación de que aquello me escuchaba (igual que cuando vivía mi mujer y la casa estaba llena con su presencia, no como ahora que me sobra por todas partes), de que de algún modo me respondía.
Cuando empecé a sospechar la verdad y me di cuenta de todo, resolví poner candado al cerco de mi boca, no fuera que por ahí alguno sugiriese la idea de encerrarme... Y, realmente, era una cosa de locos. Empecé a leer libros de medicina sicosomática (cierto es que la muerte de Analía me dejó descolocado; cierto es que durante semanas continué sintiéndola a mi lado como si estuviese viva; es cierto que, llegado un momento, perdí el sentido de la realidad); después me interesé en todo lo referente a trastornos de la personalidad y siempre el luminoso se colocaba a mi derecha, como si leyera por encima de mi hombro (¡qué cosa que me hace hervir la sangre!= y yo tenía la sensación de que se estaba riendo. Una vez, mientras leía Eysenck, pasé por alto un capítulo relativo a las neurosis que no me interesaba ¿y qué no va el otro, con toda alevosía y me da vuelta las páginas salteadas?
-¡Pero che! -le dije furioso y le di un manotón que él esquivó con elegancia.
No me contestó. Claro, qué iba a contestarme.
Otro día encontré el tomo de Rof Carvallo sobre mi mesa de luz, abierto en el capítulo sobre alucinaciones. Lo miré furioso. No, al libro no, al fluorescente.
-Pero, ¿vos qué te pensás?
Nuevamente la sensación de que se estaba riendo, riendo de mí (y también la sensación de que Analía me miraba desde lejos, que no estaba solo).
-Y, ya que te gusta, seguí dándote manija, ahí tenés un material abundante y al alcance de la mano -no, no me contestó, se me ocurrió a mí que me contestaba y también que me decía "dejate de macanear y salgamos, mejor, al jardín que la luz de otoño, a estas horas, es como un milagro que toca todas las cosas". Yo le hice caso y salimos. ¡Qué estremecedora, qué límpida era la transparencia del aire!, qué virginal el olor de la tierra, de las hojas. El limonero parecía un incensario. Yo creía soñar o, realmente, soñaba.
Mi hermana menor, que me visita con frecuencia, sobre todo desde que perdí a Analía, ha advertido algún cambio en mí:

-Pasás mucho tiempo encerrado en esta casa, Marcelo.
-...
-Sí, como te estoy diciendo.
-...
-Sí, y eso no es saludable.
-...
-Ya no sales, como antes; ni al cine vas.
-...
-Bueno, pero no siempre los filmes son malos. Pero tampoco juegas con mis chicos ¿que te molestan?

Matías es un ángel de dos años, con la cabeza cubierta de rulos luminosos. Es mi gloria; sus conversaciones le ponen almíbar a mi vida: me explica, en tres cuartos de lengua, que el niñito Dios, hijo de la Vingen Maía, le ha hecho los rulitos con un compás que San José, campintero, le ha fabricado con palitos del jardín. Matías me acompaña, ahora con más asiduidad, desde que mi hermana ha empezado a darse cuenta del problema de mi soledad. Lo hace dormir y lo deja a que pase la siesta conmigo; a la noche lo retira. Al principio, en cuanto llegaba Matías, el otro, el luminoso, se hacía repeluz pero ahora parece que ha empezado a tomarle confianza aunque observo que sigue escondiéndosele como si temiese que lo vea. Ha vuelto a flotar por toda la casa, como antes, pero cuando el chico se despierta, él se escabulle: va a sentarse en el sillón del estudio, enciende el televisor (sí, hasta ese extremo ha llegado) o va a jugar (así al menos puede deducirse de sus actitudes) con las mariposas en el jardín; o con los picaflores, que lo vuelven loco. No sé bien qué le ocurre con Matías, a lo mejor son celos, pero es difícil, a lo mejor teme que lo vea.
Hace unos días jugábamos a la pelota en la galería de atrás, de pronto el chiquito la pateó para el jardín del ruso y ahí nomás lo veo al flotante (ocupado hasta ese momento con una bella mariposa azul) que se traslada de un bote hasta el otro lado y manda de vuelta la pelota de un envión que hasta Passarella le envidiaría.
Algo despertó a Matías ayer, bastante más temprano de lo acostumbrado (yo dormitaba y el luminoso hojeaba, con total desparpajo, a los pies de mi cama, la revista Goles que había quedado encima de la cómoda) y en eso, una luz se le encendió en la cara mientras con su índice regordete y nada limpio señalaba hacia el rincón oscuro:

-Mirá, tío, miralo al angelote de la guarda.

Alba Omil

Extraído del libro Tener ángel, de Alba Omil. Editorial Lucius, Tucumán, Argentina, 1981.

1 comentario:

alejandra fernandez fernandez dijo...

me encanto, este cuento es bien interesante la forma en que describe los personajes, felicitaciones