Algún día ha de ser, dijeron las mujeres con fría seguridad -convencidas e inflexibles- y miraron a los hombres que, a su vez, las miraron con ojos inquietos y vacilantes, como si temieran algo inconscientemente, aún antes de caer en ello; como si desconfiaran de sí mismos, o de alguna cosa que estuviese dentro de ellos sin depender de ellos mismos. Acaso como si desconfiaran de Dios.
-La justicia ha de llegar algún día -repitieron las mujeres-. Y lo decían cada mañana, cada tarde, cada vez, como un rito. Y los hombres seguían escuchándolas en silencio y pensando siempre lo mismo. Y siempre les brillaban los ojos, como cuando Miguel volvió del pueblo y lo dijo por primera vez.
Desde ese día comenzaron a mirar con recelo -o con temor- a sus mujeres. Y después trataron de no mirarlas, trabajaron con más tenacidad en el surco, agotando hasta la última fuerza. Y a la noche caían rendidos a la cama. Entonces ellas comenzaban a hablarles, como lo hacía aquella noche la mujer de Juan Miguel.
-Este año durará poco la cosecha. Y después no tendremos qué comer. Y el año pasado tampoco alcanzó. Y si los chicos se vuelven a enfermar, no sé de dónde sacaremos para pagar los remedios. Y hay que componer el gallinero para que no se mueran también este año los pollos. Que ya hay muchos con peste. Y hay que comprarle también zapatos para el chico. Y el chico no quiere ir a la escuela porque no le gusta. Y...
Y se dormían, como Juan Miguel se había dormido aquella noche, pensando en lo que él le había contado, sin reparar en sus mujeres. Y así durante semanas, hasta que llegaba el día de pago y bebían y ya no se conformaban con soñar.
-Tendrá que ser -comentaron las mujeres y siguieron trabajando con tesón, con rudeza, como los hombres. Sudando y encalleciendo como los hombres. Maldiciendo como hombres.
-Ojalá Dios permita que su justicia llegue. Que se termine la locura y el pecado.
-Que los castigue Dios.
Y más se irritaron cuando la vieron en el pueblo, mezclada con la demás gente, como si no fuera distinta, apurada, comprando con los demás, sin reparar en ellas, sin mirarlas, interesada en cosas que parecían estar lejos de allí. Como si ella no tuviese nada que ver con lo que pasaba. Cuchichearon entre ellas. La miraron. Y se dijeron cosas que nunca nadie supo y que sus caras no dejaron traslucir ni siquiera por un instante. Pero la mujer ni se dio cuenta.
Era todavía joven, alta y morena, pero las mujeres no lo advirtieron. Trataron de mirarla más adentro: más allá del vestido y de la piel, en la profundidad de las glándulas, tratando de disecarla como a un bicho, sin dejarle una fibra oculta, buscando descubrirle alguna recóndita, secreta, vergonzosa desnudez.
Ni siquiera sabían que se llamaba María Adela. Pero eso tampoco importaba. Podía haberse llamado de cualquier otra manera. Y hubiera sido lo mismo. Lo temible y odiado, estaba más allá más abajo del nombre.
Y lo comentaron con el cura el último domingo. Y el cura trató de apaciguarlas. Y les habló del perdón. Pero ellas siguieron disconformes. Fue cuando les habló de la justicia de Dios y del castigo que llega, irrevocable, cuando se calmaron. Pero sólo un momento: el recuerdo de la mujer siguió persiguiéndolas como una fatiga de la que no podían reponerse.
El trabajo en el cerco era cada vez más áspero e ingrato porque trataban, a la par, de vigilar las miradas y los pensamientos de sus hombres. Pero ellos estaban inmutables. Como de piedra.
Le pasaba suavemente los dedos por la piel, pero tenía los ojos lejos, como si estuviera sola y distante del hombre.
-Y después moriremos- dijo con voz también distante y una como sonrisa se le vio en los ojos. Y fue como si se le hubiera cerrado también la voz:
-Tal vez ni podamos ver todo lo vivido. Ni siquiera de lejos. Ni siquiera sentir la soledad. Nada. Ni recuerdos.
Él la abrazó y le sintió, encima de la piel, palpitándole, los abrazos de muchos otros hombres. Pero no quiso pensarlo.
-Y ya es como si estuviéramos un poco muertos. Como si tuviéramos un muy viejo amor. Viejos días en que éramos otros. Y recordáramos viejos gestos, atrás, como si tampoco nunca hubieran sido. Y como si tus manos fueran viejas conocidas de mi piel. Pero no sé si quiero volver a verte.
La casa estaba ardiendo desde muy temprano, casi desde la noche, atrás del camino, atrás de la caña, atrás de las cruces blancas y azules del cementerio.
Los hombres habían ido a ver el incendio a la madrugada pero ya entonces no pudieron acercarse por el humo y el calor. Se quedaron mirando desde lejos, largo rato. Después volvieron al cerco y no les dijeron nada a las mujeres que, a su vez, nada les preguntaron, pero que también habían visto el humo desde el amanecer. Y fue como si ellos hubieran querido hablar y preguntarles algo, o buscar la confirmación, o escucharlas decirlo y desahogarse, pero sólo las vieron mirarse.
Después supieron que la mujer había muerto también en la quemazón, junto con tres hombres que habían ido esa noche a la casa, pero tampoco lo comentaron. Se miraron solamente, como en otros tiempos. Pero ya no maldijeron.
Y esa noche se acostaron a la par de sus maridos, frías, sudorosas y duras, como hombres, con su olor agrio del trabajo, como hombres, y se durmieron satisfechas y cansadas.
Alba Omil
Extraído del libro Historias de mujeres y de hombres, de Alba Omil. Ediciones del Cardón, Tucumán, Argentina, 1961.
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