Aclaración preliminar
El Toto es un delirante cuya vida, cuyas ensoñaciones, cuyos delirios están expresados en ocho entregas que pueden leerse en cualquier orden. He aquí una de ellas.
Visiones
Por cierto que el Toto tenía sus contactos con el Más Allá pero eso, para él, era una cosa más bien natural, nada del otro mundo, valga la paradoja, o la redundancia, porque ya estaba acostumbrado, aunque el hecho no era frecuente ni ocurría cuando él lo deseaba sino cuando los otros lo disponían.
La cosa no era para nada sencilla; tenía sus códigos y había que conocer las claves. Y él manejaba solo algunas.
Lo que tendía a repetirse era la circunstancia, mejor dicho, el horario : en la duermevela del amanecer.
Los de Allá hablaban pero el Toto no oía voces: sonaban en su cerebro, hablaban en silencio, y no es joda, che, porque las sentía. Los simplistas tienden a hablar de telepatía. Allá ellos.
Lo más aproximado es que venían, o él iba, hacia una para-realidad, con reglas diferentes, y allí se producía el encuentro y se entablaba el diálogo, tenazmente fugaz y esta palabra no viene al azar porque ellos, siempre apurados, daban la impresión de estar en fuga, de haber ingresado sin permiso en una zona vedada. Otras veces era como si sonase un teléfono y por esta vía lo notificaran de cosas: “Tené cuidado porque eso no anda bien, movete con cautela”. O “En el tribunal estarán cuatro, yo seré el quinto, a la derecha. Cuando te interrogue el Rengo, vos mirá para mi lado”.
La verdad es que el Toto temía estos encuentros porque no todo eran buenas noticias; por eso, en las noches, al rezarle a su ángel de la guarda, le recomendaba “No les permitas entrar”. Claro que el ángel no siempre le hacía caso: o no quería o no podía evitar estas visitas, o estas informaciones, a veces sin presencia, sin voz, sólo símbolos ¡Ay, el barro! O el agua turbia. O las rosas machitas, qué horror, muerte segura ¿De quién? Vaya a saberse, pero segura y dolorosa. Y así era. Aunque a veces -pocas, mezquinas veces- aparecía el jardín de su infancia en la casa de su abuela, radiante de rosales florecidos, las rosas, iluminadas como lámparas, cosa del otro mundo, indescriptible, intransferible, como la felicidad que circulaba a borbotones por todas las venas de su cuerpo. Era como una droga de acción prolongada, duraba todo el día, o varios días. Si alguien hubiera podido observarlo con detenimiento, hasta hubiese advertido una tenue luminosidad que le brotaba de la piel.
“El niño Toto se ha afeitado con una espuma nueva porque está brillosito”, le comentaba la criada india, medio bruja, vieja ya, a su único interlocutor, el gato negro, viejo también, taimado y cauteloso como ella. Y eran las escasas ocasiones en que el bicho iba a restregársele entre las piernas a un Toto ausente, sumido en la selva espesa de su felicidad.
En sus momentos de desesperación, cuando el mundo le quedaba chico, apretándolo casi hasta ahogarlo, los invocaba: “Julita, te necesito, no te lo echo en cara pero yo, presente cada vez que me precisabas y bien que lo sabes; yo, a tu lado, sin moverme mientras el viento de la tragedia te azotaba sin tregua ¿te acuerdas? Y eso que no viste arder y retorcerse mis entrañas cuando la vida puerca se iba devorando tu carne hasta dejarte la piel sobre la calavera. Te bella calavera viva aún y respirando ya el olor de la muerte que brotaba de tus poros empeñados en subsistir en esa nada que ya era tu cuerpo. No viste porque mi cara había velado sus espejos y reinvertido el horror para que me rugiera adentro, sin asomo exterior. Ahora te necesito, no yo, te requieren mi soledad, mi desolación, mi desesperanza, mi vana vida.
Y en la duermevela del amanecer aparecían dos rosas, una encendida; marchita la otra. Y el Toto besaba con unción la rosa ardiente, y en la mañana, la india vieja le murmuraba algo al gato negro, que algo veía, por su inusitado restregarse contra los pantalones vaqueros, ronrroneando, con la cola en alto, y mirándolo con esos ojos extraños que, sin duda, podían ver mucho más que él en ese Más Allá, vedado al resto de los comunes mortales.
Alguna vez, el Toto había pensado dejar escritas estas experiencias escatológicas pero estaban más allá de las palabras, tal vez más cerca de la poesía, o de la plástica, o de la música, pero ¿pintar qué? ¿Una rosa roja ardiente? No, che, no era la imagen, eran las sensaciones, los temblores del alma, territorio vedado a la forma. Mejor la música pero ¿cómo? El apenas si tocaba algo el piano. Mejor dejarlo así ¿Pero qué significaría la rosa marchita?
La cosa no era para nada sencilla; tenía sus códigos y había que conocer las claves. Y él manejaba solo algunas.
Lo que tendía a repetirse era la circunstancia, mejor dicho, el horario : en la duermevela del amanecer.
Los de Allá hablaban pero el Toto no oía voces: sonaban en su cerebro, hablaban en silencio, y no es joda, che, porque las sentía. Los simplistas tienden a hablar de telepatía. Allá ellos.
Lo más aproximado es que venían, o él iba, hacia una para-realidad, con reglas diferentes, y allí se producía el encuentro y se entablaba el diálogo, tenazmente fugaz y esta palabra no viene al azar porque ellos, siempre apurados, daban la impresión de estar en fuga, de haber ingresado sin permiso en una zona vedada. Otras veces era como si sonase un teléfono y por esta vía lo notificaran de cosas: “Tené cuidado porque eso no anda bien, movete con cautela”. O “En el tribunal estarán cuatro, yo seré el quinto, a la derecha. Cuando te interrogue el Rengo, vos mirá para mi lado”.
La verdad es que el Toto temía estos encuentros porque no todo eran buenas noticias; por eso, en las noches, al rezarle a su ángel de la guarda, le recomendaba “No les permitas entrar”. Claro que el ángel no siempre le hacía caso: o no quería o no podía evitar estas visitas, o estas informaciones, a veces sin presencia, sin voz, sólo símbolos ¡Ay, el barro! O el agua turbia. O las rosas machitas, qué horror, muerte segura ¿De quién? Vaya a saberse, pero segura y dolorosa. Y así era. Aunque a veces -pocas, mezquinas veces- aparecía el jardín de su infancia en la casa de su abuela, radiante de rosales florecidos, las rosas, iluminadas como lámparas, cosa del otro mundo, indescriptible, intransferible, como la felicidad que circulaba a borbotones por todas las venas de su cuerpo. Era como una droga de acción prolongada, duraba todo el día, o varios días. Si alguien hubiera podido observarlo con detenimiento, hasta hubiese advertido una tenue luminosidad que le brotaba de la piel.
“El niño Toto se ha afeitado con una espuma nueva porque está brillosito”, le comentaba la criada india, medio bruja, vieja ya, a su único interlocutor, el gato negro, viejo también, taimado y cauteloso como ella. Y eran las escasas ocasiones en que el bicho iba a restregársele entre las piernas a un Toto ausente, sumido en la selva espesa de su felicidad.
En sus momentos de desesperación, cuando el mundo le quedaba chico, apretándolo casi hasta ahogarlo, los invocaba: “Julita, te necesito, no te lo echo en cara pero yo, presente cada vez que me precisabas y bien que lo sabes; yo, a tu lado, sin moverme mientras el viento de la tragedia te azotaba sin tregua ¿te acuerdas? Y eso que no viste arder y retorcerse mis entrañas cuando la vida puerca se iba devorando tu carne hasta dejarte la piel sobre la calavera. Te bella calavera viva aún y respirando ya el olor de la muerte que brotaba de tus poros empeñados en subsistir en esa nada que ya era tu cuerpo. No viste porque mi cara había velado sus espejos y reinvertido el horror para que me rugiera adentro, sin asomo exterior. Ahora te necesito, no yo, te requieren mi soledad, mi desolación, mi desesperanza, mi vana vida.
Y en la duermevela del amanecer aparecían dos rosas, una encendida; marchita la otra. Y el Toto besaba con unción la rosa ardiente, y en la mañana, la india vieja le murmuraba algo al gato negro, que algo veía, por su inusitado restregarse contra los pantalones vaqueros, ronrroneando, con la cola en alto, y mirándolo con esos ojos extraños que, sin duda, podían ver mucho más que él en ese Más Allá, vedado al resto de los comunes mortales.
Alguna vez, el Toto había pensado dejar escritas estas experiencias escatológicas pero estaban más allá de las palabras, tal vez más cerca de la poesía, o de la plástica, o de la música, pero ¿pintar qué? ¿Una rosa roja ardiente? No, che, no era la imagen, eran las sensaciones, los temblores del alma, territorio vedado a la forma. Mejor la música pero ¿cómo? El apenas si tocaba algo el piano. Mejor dejarlo así ¿Pero qué significaría la rosa marchita?
Alba Omil
Extraído del libro "La saga del Toto", de Alba Omil, de próxima aparición
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