La piscina recortaba su blanco enceguecedor contra el césped jugoso, recién cortado. En el brocal, las niñas tomaban sol bajo un cielo luminoso, profundo y sin manchas. De entre las flores del laurel, todo blanco, salían trinos ocultos y, de rato en rato, asomaba alguna cabecita negra, como un pimpollo ajeno. Desde el frescor de la morera, otros tordos hacían coro.
-No puede ser –dijo Micaela indignada y dejó caer, pesada y displicente, una manita dorada que fue formando anillos en el agua verde.
Su hermana, sabia ya a los cinco años, insistió con toda la calma de esa vieja sabiduría:
-Sí, es cierto.
-¡Mentiras! ¡Patrañas! ¡Patrañas! (le gustaba la palabra recién aprendida; le gustaba hablar como los mayores. Y tal vez, muchas veces, pensaba también como los mayores). Ya soy grande –comentó, orgullosa de sus ocho años-. Venirme a mí con la historia del duende. ¡Vean eso! ¡Patrañas! Está bien que a ustedes los chicos les digan estas cosas para que no se escapen a la siesta, pero a una, caramba…
Alejandra, sentada sobre la losa, metió el dedo gordo del pie para probar la temperatura del agua; luego lo fue hundiendo poco a poco hasta el tobillo. No se animó a introducir el otro.
-Sí, existe –insistió con la misma calma-. Yo lo he visto.
-Mentirosa.
-Yo lo he visto.
Los coyuyos ponían largos arpegios a la siesta y el cerro elevaba su cono verdinegro ahí mismo, atrás del jardín. Micaela flexionó morosamente una pierna, luego la otra, como la había visto hacer a su madre “como los gatos” dijo a media voz, como había oído decir en circunstancias semejantes a su madre.
-Sí, como los gatos –aceptó Alejandra pensando en otra cosa-. Tiene ojos igualitos al gato. Dio una voltereta y luego una tumba carnero en el césped, mientras la Pimpa hacía otro tanto a su lado. Cesó el juego. Un ladrido corto interrumpió, por un instante, las guitarras de los grillos.
Micaela saltó al agua, dio un chapuzón y volvió a su sitio en el brocal, con la piel cubierta de ampollitas refulgentes donde el sol hacía guiños. Cerró los ojos y jugó con los colores que se le formaban bajo los párpados: una mancha violeta, una moneda verde, una naranja, una como corola colorada.
Alejandra se le acercó de puntillas y retomó un tema:
-Tiene dientes grandes y amarillos como los tuyos. Es feo.
La otra se sentó furiosa.
-¡No lo has visto!
- Siempre lo veo, -repitió su hermana, serena-. Es mi amigo.
-¡Qué va a ser!
-Te digo que siempre lo veo.
-¿Dónde? ¡Dónde lo vas a ver!
-Ahí, en el maizal, junto a la higuera. Ahí cerca de aquel hueco –y señaló-.
Silbó con insistencia un tordo y callaron las cigarras. Ladró, otra vez, la Pimpa.
Micaela volvió la cabeza y vio ahí, a pocos metros, un inmenso sombrero verde, una sonrisa de dientes amarillos, enormes, desparejos, un par de esmeraldas insistentes que la miraban con atención, unas patas como de pavo y unas manos viejas, reviejas, viejísimas que le hacían señas para que se acercara y le mostraban unos higos gigantescos, hermosos, como de oro, como de miel.
Dio un grito. Alejandra la tomó de la mano; con la otra hizo un saludo y corrieron hacia la cocina seguidas por la perra.
Alejandra, sabia y vieja, abrió la puerta y dio un vaso de agua a su hermana, tal como lo hubiese hecho su madre. Una chispa extraña brillaba en sus ojos verdes, parecidos a los del duende.
Afuera, algo había interrumpido del todo la serenata de los coyuyos y el silbo de los tordos.
-No puede ser –dijo Micaela indignada y dejó caer, pesada y displicente, una manita dorada que fue formando anillos en el agua verde.
Su hermana, sabia ya a los cinco años, insistió con toda la calma de esa vieja sabiduría:
-Sí, es cierto.
-¡Mentiras! ¡Patrañas! ¡Patrañas! (le gustaba la palabra recién aprendida; le gustaba hablar como los mayores. Y tal vez, muchas veces, pensaba también como los mayores). Ya soy grande –comentó, orgullosa de sus ocho años-. Venirme a mí con la historia del duende. ¡Vean eso! ¡Patrañas! Está bien que a ustedes los chicos les digan estas cosas para que no se escapen a la siesta, pero a una, caramba…
Alejandra, sentada sobre la losa, metió el dedo gordo del pie para probar la temperatura del agua; luego lo fue hundiendo poco a poco hasta el tobillo. No se animó a introducir el otro.
-Sí, existe –insistió con la misma calma-. Yo lo he visto.
-Mentirosa.
-Yo lo he visto.
Los coyuyos ponían largos arpegios a la siesta y el cerro elevaba su cono verdinegro ahí mismo, atrás del jardín. Micaela flexionó morosamente una pierna, luego la otra, como la había visto hacer a su madre “como los gatos” dijo a media voz, como había oído decir en circunstancias semejantes a su madre.
-Sí, como los gatos –aceptó Alejandra pensando en otra cosa-. Tiene ojos igualitos al gato. Dio una voltereta y luego una tumba carnero en el césped, mientras la Pimpa hacía otro tanto a su lado. Cesó el juego. Un ladrido corto interrumpió, por un instante, las guitarras de los grillos.
Micaela saltó al agua, dio un chapuzón y volvió a su sitio en el brocal, con la piel cubierta de ampollitas refulgentes donde el sol hacía guiños. Cerró los ojos y jugó con los colores que se le formaban bajo los párpados: una mancha violeta, una moneda verde, una naranja, una como corola colorada.
Alejandra se le acercó de puntillas y retomó un tema:
-Tiene dientes grandes y amarillos como los tuyos. Es feo.
La otra se sentó furiosa.
-¡No lo has visto!
- Siempre lo veo, -repitió su hermana, serena-. Es mi amigo.
-¡Qué va a ser!
-Te digo que siempre lo veo.
-¿Dónde? ¡Dónde lo vas a ver!
-Ahí, en el maizal, junto a la higuera. Ahí cerca de aquel hueco –y señaló-.
Silbó con insistencia un tordo y callaron las cigarras. Ladró, otra vez, la Pimpa.
Micaela volvió la cabeza y vio ahí, a pocos metros, un inmenso sombrero verde, una sonrisa de dientes amarillos, enormes, desparejos, un par de esmeraldas insistentes que la miraban con atención, unas patas como de pavo y unas manos viejas, reviejas, viejísimas que le hacían señas para que se acercara y le mostraban unos higos gigantescos, hermosos, como de oro, como de miel.
Dio un grito. Alejandra la tomó de la mano; con la otra hizo un saludo y corrieron hacia la cocina seguidas por la perra.
Alejandra, sabia y vieja, abrió la puerta y dio un vaso de agua a su hermana, tal como lo hubiese hecho su madre. Una chispa extraña brillaba en sus ojos verdes, parecidos a los del duende.
Afuera, algo había interrumpido del todo la serenata de los coyuyos y el silbo de los tordos.
Alba Omil
Extraído del libro Por el tobogán del arcoiris, de Alba Omil. Manual para la enseñanza de la lectura, la redacción y la gramática en la escuela primaria. Editorial Lucius, Tucumán, Argentina, 1977.
1 comentario:
Un libro realmente hermoso, que me atrapó y me encantó a mis 10 años, hoy lo busco para mi nieta.
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