Esta pequeña muestra de recreación arqueológica reúne milenios de cultura: diez y doce mil años antes de la Era Cristiana, el hombre del Noroeste argentino ya tallaba la piedra. De estas manifestaciones culturales, sólo nos detendremos en algunas: Tafí, Condorhuasi, Alamito, Ciénaga, Candelaria, Aguada, Santa María, Belén.
A su llegada, los españoles se encontraron con un mundo deslumbrante y lleno de misterio, con muestras de cultura y de progreso que no supieron valorar. Aún ahora, a siglos de distancia, sus restos inspiran asombro, respeto y una suerte de estupefacción.
Bajo estos mismos cielos despejados que hoy puede contemplar el turista, las águilas siguen haciendo sus juegos de alas, doradas en el aire claro; los cerros duermen sueños de milenios mientras las sombras de los aborígenes velan entre las ruinas de sus imperios aplastados: Loma Rica, Fuerte Quemado, Quilmes, entre tantos otros.
Todo es plácido: el silencio no pesa, reina. La eternidad parece haber hecho en este espacio su aposento. Se sienten su presencia y su dominio. Se siente el infinito. Y si se está predispuesto, hasta podría percibirse el aliento de Dios.
No es fácil expresar con palabras la experiencia de vivir aquí, en la altura, de respirar su aire; de que el sol arda y queme la piel , bajo un viento helado. Es intransferible la sensación que producen el silencio, el río apenas murmurante y esas enormes moles pétreas, quietas, que nos contienen, que parecen mirarnos, que parecen decir algo pero ¿qué? Tal vez: He aquí la eternidad.
Podemos evaluar su cultura a través de los elementos que nos han dejado, a veces de una asombrosa perfección como las vasijas que recreó Aníbal Carrillo.
Pero lo que no podemos reconstruir son sus cultos: todo se ha borrado, como se borraron siglos antes las prodigiosas creaciones de los celtas. Todo ha sido retrovertido, reprogramado, diríamos hoy. Como si en un palimpsesto se hubiera escrito una historia nueva sobre la vieja historia.
A su llegada, los españoles se encontraron con un mundo deslumbrante y lleno de misterio, con muestras de cultura y de progreso que no supieron valorar. Aún ahora, a siglos de distancia, sus restos inspiran asombro, respeto y una suerte de estupefacción.
Bajo estos mismos cielos despejados que hoy puede contemplar el turista, las águilas siguen haciendo sus juegos de alas, doradas en el aire claro; los cerros duermen sueños de milenios mientras las sombras de los aborígenes velan entre las ruinas de sus imperios aplastados: Loma Rica, Fuerte Quemado, Quilmes, entre tantos otros.
Todo es plácido: el silencio no pesa, reina. La eternidad parece haber hecho en este espacio su aposento. Se sienten su presencia y su dominio. Se siente el infinito. Y si se está predispuesto, hasta podría percibirse el aliento de Dios.
No es fácil expresar con palabras la experiencia de vivir aquí, en la altura, de respirar su aire; de que el sol arda y queme la piel , bajo un viento helado. Es intransferible la sensación que producen el silencio, el río apenas murmurante y esas enormes moles pétreas, quietas, que nos contienen, que parecen mirarnos, que parecen decir algo pero ¿qué? Tal vez: He aquí la eternidad.
Podemos evaluar su cultura a través de los elementos que nos han dejado, a veces de una asombrosa perfección como las vasijas que recreó Aníbal Carrillo.
Pero lo que no podemos reconstruir son sus cultos: todo se ha borrado, como se borraron siglos antes las prodigiosas creaciones de los celtas. Todo ha sido retrovertido, reprogramado, diríamos hoy. Como si en un palimpsesto se hubiera escrito una historia nueva sobre la vieja historia.
Alba Omil
Extraído del libro Arte y mito en las culturas andinas del Noroeste Argentino, de Alba Omil y Aníbal Carrillo. Ediciones del Rectorado, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán, Argentina, 2003.
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