Cuando nació era tan enclenque que no podía sostenerse sobre sus patas. Nadie creía que sobreviviera. Los chicos lo bautizaron Sinfín y trataron de alimentarlo con biberón, pero en cuanto alguien quería acercársele, parecía que el diablo se le hubiese metido en el cuerpo: era una confusión de corcovos y patadas, con una fuerza que sacaba quién sabe de dónde.
Fue un hermoso potrillo rebelde, una pintura contra el verde maizal, bajo el cielo límpido.
-Es arisco, decían algunos.
-Es bagual, pero ya llegará el tiempo de la doma y entonces lo veremos, preanunciaba un experto.
El caballo escuchaba y, en el fondo, se reía con desprecio porque él, a su vez, tenía sus secretos planes.
Odiaba a la gente -desdén más que odio- y amaba a las mariposas, a las abejas, a los pájaros, o quizás, por encima de ellos, más allá de ellos, a través de ellos, lo que amaba era el vuelo. Despegar de la tierra, hundir los cascos en el aire, más y más alto, más arriba de las ramas de ese tarco vanidoso que ese verano se esponjaba en azules haciéndole competencia al cielo; más arriba de las pícaras golondrinas que escribían nombres raros con tinta china sobre el aire límpido; arriba, arriba, arriba, en el infinito azul, bebiéndose las estrellas, lamiendo con su lengua rosa el brillo de la luna blanca.
El alfalfa más tierna y más dulce no le sabía bien, no era ni sombra del pregustado pasto azul de las alturas. El agua del manantial, sí: venía desde arriba, la bebían los grandes señores del espacio: los cóndores, las águilas. Pasaba con deleite por su boca, le corría con ruido por la garganta, era el preanuncio de lo esperado.
Se reunió mucha gente ese domingo. Otros jinetes, con arreos de plata en sus cabalgaduras y brillos que competían con pelajes negros, blancos o tostados, pusieron alegría en la estancia, y desprecio en el alma del potro.
La doma lo sorprendió como una bofetada, como un latigazo en plena cara. Su relincho hirió el aire. Mordió el freno con la boca espumosa de rabia y de miedo. Sintió el peso del jineto en su cuerpo y salió desparando: era una flecha, era una bala, era un brillo de cuero sudoroso que daba saltos en el trebolar. Jinete y montura volaron por el campo. El potro, libre, galopó a su placer, respirando a pulmón pleno. De pronto, un salto y otro y los cascos que se hundían en el aire como si fuese arena tibia. Abajo quedaba el aire rosa alfombrado por copas de lapachos. Él trepaba, subía, subía como por una escalera azul hacia la altura, devorando los pastos celestiales.
Abajo, los muchachos que habian tratado de alimentarlo con biberón, velaban su sombra en lo hondo del barranco.
Fue un hermoso potrillo rebelde, una pintura contra el verde maizal, bajo el cielo límpido.
-Es arisco, decían algunos.
-Es bagual, pero ya llegará el tiempo de la doma y entonces lo veremos, preanunciaba un experto.
El caballo escuchaba y, en el fondo, se reía con desprecio porque él, a su vez, tenía sus secretos planes.
Odiaba a la gente -desdén más que odio- y amaba a las mariposas, a las abejas, a los pájaros, o quizás, por encima de ellos, más allá de ellos, a través de ellos, lo que amaba era el vuelo. Despegar de la tierra, hundir los cascos en el aire, más y más alto, más arriba de las ramas de ese tarco vanidoso que ese verano se esponjaba en azules haciéndole competencia al cielo; más arriba de las pícaras golondrinas que escribían nombres raros con tinta china sobre el aire límpido; arriba, arriba, arriba, en el infinito azul, bebiéndose las estrellas, lamiendo con su lengua rosa el brillo de la luna blanca.
El alfalfa más tierna y más dulce no le sabía bien, no era ni sombra del pregustado pasto azul de las alturas. El agua del manantial, sí: venía desde arriba, la bebían los grandes señores del espacio: los cóndores, las águilas. Pasaba con deleite por su boca, le corría con ruido por la garganta, era el preanuncio de lo esperado.
Se reunió mucha gente ese domingo. Otros jinetes, con arreos de plata en sus cabalgaduras y brillos que competían con pelajes negros, blancos o tostados, pusieron alegría en la estancia, y desprecio en el alma del potro.
La doma lo sorprendió como una bofetada, como un latigazo en plena cara. Su relincho hirió el aire. Mordió el freno con la boca espumosa de rabia y de miedo. Sintió el peso del jineto en su cuerpo y salió desparando: era una flecha, era una bala, era un brillo de cuero sudoroso que daba saltos en el trebolar. Jinete y montura volaron por el campo. El potro, libre, galopó a su placer, respirando a pulmón pleno. De pronto, un salto y otro y los cascos que se hundían en el aire como si fuese arena tibia. Abajo quedaba el aire rosa alfombrado por copas de lapachos. Él trepaba, subía, subía como por una escalera azul hacia la altura, devorando los pastos celestiales.
Abajo, los muchachos que habian tratado de alimentarlo con biberón, velaban su sombra en lo hondo del barranco.
Alba Omil
Extraído del libro De lunes a viernes, de Alba Omil. Editorial Nova, Buenos Aires, Argentina, 1980.
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